Imagina que haciendo la compra semanal, en tu supermercado habitual, adquieres un producto nuevo para ti, por el interés que te despierta su envoltorio. El paquete que lo conforma, ejerce una fuerte atracción hacia ti. Así que sin detenerte en el contenido, lo echas al carro de inmediato.
Cuando llegas a casa, sigues obnubilado por tu nueva adquisición. Te deshaces del contenido del paquete y empiezas a cocinar el envoltorio. Al servírtelo en tu plato, te percatas, que si esa va a ser tu cena, quizás te quedes con hambre. Sin embargo, es tan bonita.
¿Tiene sentido esto para ti?
¿Recuerdas alguna vez, en la que hayas priorizado la apariencia de alguien o algo, a su contenido?
¿Y contigo, a qué prestas más atención, a tu recipiente o a lo que contienes?
Tu cuerpo es el envoltorio de tu Ser. El que contiene lo mejor de ti. Es el recipiente que te sujeta. Ya sabes que hay que honrarlo y agradecerle que haga posible tu expresión, con su abrigo. No debes descuidarlo. Sin embargo, si sólo atiendes al paquete y descuidas lo de dentro, «pasarás mucha hambre». Además puedes acabar «intoxicado», los envoltorios no suelen ser aptos para el consumo humano.
Recuerda el ejemplo, con el que iniciaba este escrito. No tires a la basura el contenido, por muy bonito que sea el paquete. El envoltorio no te dará el placer o la satisfacción que necesitas. Tampoco saciará tu hambre, ni cubrirá tus necesidades básicas. Si compras el contenido, por la apariencia del paquete, puede que después, te lo encuentres vacío, o quizás las cosas que contenga, no te sirvan para nada.
¿Qué hace realmente valioso a un recipiente, su envoltorio o su contenido?
¿Y cuando el contenido es inmejorable, tiene importancia el recipiente?
Y es que el mundo de las apariencias, nunca es lo que parece.