Cuando te comparas, te niegas, sin darte cuenta. Niegas tu carácter único, tu genialidad individual, tu especialidad y tus originales maneras. Rechazar tu singularidad, te convierte tan sólo, en un puesto del montón. Y tú eres mucho más que un simple puesto. Tu labor no admite parecidos, porque tu labor eres tú, y como tú, nadie puede hacer tu labor.
«Tenemos que compararnos con nosotros mismos.»
(Celia Antonino)
Casi toda nuestra trayectoria, en relación con nuestra educación, se ha servido del método de la comparación. En el colegio, en casa, con nuestros amigos, en el trabajo. Las evaluaciones y las calificaciones nos otorgan un asiento determinado que nos confronta con el resto de puestos. Siempre habrá alguien por encima y alguien por debajo, con el que poder competir por el sitio más alto. Por tanto, si entiendes la comparación como una competición con otros, en vez de contigo mismo. Cuando te comparas, te niegas.
«Las comparaciones son odiosas». Odiosas, porque implican hacer de menos, a una de las partes comparadas. Ya que si uno de los participantes en la comparación es mejor, el otro, tiene que ser peor. Sin embargo no hay mejores, ni peores. La única comparación válida, es la que haces contigo. Tu mejor versión no tiene comparación con nadie. Nadie puede ser tú mejor versión, más que tú.
Compararte no te conduce hacia tu auto-conocimiento. Porque cuando te comparas, te niegas. Y si te niegas, no te puedes aceptar. Compararte te conduce a conocer partes de los demás, no de ti. Buscar la aprobación en el exterior, no te ayudará a entenderte, ni a aceptar tu especialidad. Cuando te comparas, te empujas a ti mismo, a encajar en un sitio, que no tiene porqué ser tu lugar.
La libertad o tu libertad, está libre de comparaciones. Compararse con alguien, limita tus capacidades individuales. No permite desatar al genio que llevas dentro. No te permite ser tú. Y no hay nadie más parecido a ti, que tú mismo. Ahí se encuentra tu singularidad.
Comparto este poema de Ogden Nash, titulado, «A ellos me parezco»:
«Cuando pienso en los hombre de rico talento,
me siento complacido a mi introvertida manera,
cuando al hacer balance descubro,
cuánto tenemos en común, ellos y yo.
Como Burns tengo debilidad por la botella.
Como Shakespeare, se poco latín y menos griego.
Me muerdo las uñas como Aristóteles.
Como Thackeray soy un poco esnob.
Padezco la vanidad de Byron.
He heredado el resentimiento de Pope.
Como Petrarca me embobo por una sirena.
Como Milton, tiendo a estar abatido.
Mi lenguaje recuerda al de Chaucer.
Como Johnson, no deseo morir.
(también me bebo el café del plato)
Si Goldsmith parecía un loro, yo también.
Como Villon, tengo deudas a montones.
Como Swinburne, creo que necesito una enfermera.
Como jugador empedernido, superó a Christopher Marlowe.
Y sueño tanto como Coleridge, sólo que peor.
Al compararme con hombres de rico talento,
soy todo cuanto un hombre de talento debería ser,
me parezco a cada genio en sus vicios,
por detestables que estos sean,
sin embargo escribo muy parecido a mi.»
Y es que dependiendo del uso que hagamos de las comparaciones, estas se pueden volver mucho más odiosas. Este poema, creo que refleja esto perfectamente. Además de las magníficas y satíricas maneras del autor, para compararse con los hombres de talento, en sus vicios. Es decir, para compararse con lo peor que tienen los mencionados hombres de talento. El último de sus versos: «sin embargo escribo muy parecido a mi», nos enseña, a su genio. A su personalidad única, que le hace tan especial.
Ya que la comparación puede ser empleada, para cotejar o comparar lo mejor de cada uno, o lo peor. Para comparar con lo que ya cuentas, o con lo que te falta. Aunque no olvides que cuando te comparas, te niegas. A ti y a tu libertad. Y si no te permites ser libre, no te permites ser tú. Respeta tu genialidad individual.